jueves, 2 de enero de 2020

ESPÍAS CON DISFRAZ, RITMO CÓMICO Y TREPIDANTE

En los nostálgicos noventa, Steven Spielberg hizo equipo con el estudio de animación de los Warner Brothers dando como resultado dos series que se emitieron en medio mundo: Tiny Toon Adventures una vuelta de tuerca a los cánones de la animación warneriana establecidos en la Termite Terrace; y Animaniacs, un avance en los márgenes de la animación disparatada que pronto llegaría a su punto álgido por medio de figuras fundamentales en el cartoon estadounidense como John Krickfalusi o Stephen Hillenburg. Esta segunda serie seguía las andanzas de los hermanos Warner (Yakko, Wakko y Dot), creados en plena producción de las Looney Tunes y Merrie Melodies, en un distópico 1930, pero guardados en un cajón por ser demasiado alocados. Quizás Leon Schlesinger tuviera miedo de no poder controlarles.

En 1993 estos chiflados salían de su prisión, pero no lo hacían solos. La serie además servía de contenedor de las aventuras de otros seres animados. Aunque todos ellos tendrían interés para la audiencia, ninguno recalaría en el córtex colectivo con tanta fuerza como la dupla formada por los ratones de laboratorio Pinky y Cerebro. Entre los olvidados estaban The Goodfeathers, un grupo de palomas italo-americanas que vivían en una estatua de Martin Scorsese situada en Nueva York.

En 2009, la capital administrativa de los USA tendría también su representación dentro del nicho de la animación emplumada. Pigeon: Impossible, de Lucas Martell nos acercaba a diez minutos de la vida de un espía llamado Walter Beckett, quien provocaba por accidente que un misil nuclear escondido en el monumento a Washington se dirigiese directamente a Rusia. Todo por culpa de una paloma con hambre de donut y un maletín provisto de la más puntera tecnología.

El trepidante cortometraje debió de encandilar a la directiva del estudio Blue Sky (por entonces, filial animada de la 20th Century Fox), quienes estrenaban ese año la tercera entrega de su saga más exitosa: Ice Age: El origen de los dinosaurios, y estaban en proceso de desarrollo de otro interesante film animado protagonizado por aves: Rio. Así que compraron los derechos de la historia a Martell y empezaron lentamente a cocinar un film que no vería la luz hasta 10 años después.

Poco queda del cortometraje original en la última película de Blue Sky, más allá del nombre del protagonista, la situación de la base central de los espías en Washington D.C. y la presencia de palomas. En el largometraje, la historia se centra en dos personajes: Lance Sterling (Will Smith), la gran estrella del grupo de espías, y Walter Beckett (Tom Holland), un profesional en prácticas del departamento de ingeniería. Ambos tendrán que apartar sus diferencias para derrotar a un terrible villano de maquiavélicos planes. Es decir, estamos ante la que podría ser la enésima película de la saga Bond, incluso los títulos de crédito iniciales son un claro homenaje a los que hicieron grande a Saul Bass, con el aliciente de que la que la animación le ayuda a ser un poco más fantástica en ciertos aspectos, sin ser excesivamente surrealista.

Es interesante como los directores noveles, Nick Bruno y Troy Quane, han sabido concatenar las acciones de la trama con absoluta gracia, ayudados por la ídem de una animación por ordenador perfectamente pulida y diálogos salpicados por chispas de genial comicidad –sirva de ejemplo el momento en el que el agente Sterling llama Roomba a un dron asesino–. Asimismo, se permiten el lujo de introducir con atino secuencias de animación de personajes gomosos y flácidos, sin esqueleto, al más puro estilo Simon Christoph Krenn. La valentía es digna de aplauso.

Que nadie espere, empero, encontrar un final sorprendente. Eso sí, este film, el primero de Blue Sky bajo el enorme paraguas del ratón de bermudas rojas (el estudio de animación iba dentro del pack en la compra de Disney a Fox) cuenta con un desenlace tan correcto que permite que soñemos con una secuela.

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